El placer de cahuinear
El cahuín es el andamiaje de la sociedad, las barras de acero de las que colgarse en las alturas durante tiempos muertos, claroscuros del otro para explorar, porque ¿qué seríamos sin el pelambre y la maledicencia? La capacidad de contar historias marca la evolución humana: así como nadie enseña a los pájaros a construir un nido, nadie explica a los homo sapiens cómo narrar, crear misterio, intercalar dudas en busca de complicidad, introducir un punto de vista y, por supuesto, crear un ser que la mayoría de las veces no corresponde a la persona sobre la que se habla.
O escribe.
Las grandes obras son grandes chismes. Madame Bovary no llamaría la atención si fuera una señora bien, al igual que la lujuria tierna de Lady Chatterley. Lucila Godoy quizás nunca se habría convertido en Gabriela Mistral sin "Los sonetos de la muerte", ese canto a la muerte de Romelio Ureta, el amante poco comprometido que la cambia por otra y luego se suicida, aunque entre sus ropas encuentran una foto de la poeta.
Mistral le corresponde y escribe: "Me alejaré cantando mis venganzas hermosas, /¡porque a ese hondor recóndito la mano de ninguna /bajará a disputarme tu puñado de huesos!". Un amor que hoy sería calificado como "tóxico", aunque ¿no son así todas las pasiones reales? Porque quien no pela termina convertido en una máquina de relaciones públicas, no hay que confiar en los que sólo tienen palabras bonitas para el resto, ya que al percibir una grieta en su mundo, si se muerden la lengua, pueden morir envenenados.
La Nobel lo entendió bien y en "Bendita mi lengua sea", antología de sus diarios editada por el poeta Jaime Quezada, incluye un voto: "Lo mejor y lo peor que he recibido en mi larga vida está en unos cuadernos que se leerán a mi muerte. Entonces sabrán los míos -de allá adentro -muchas cosas y entenderán mi ausencia del país".
En el "Cuaderno de Madrid y Lisboa", escrito entre 1934 y 1940, cuando la poeta trabajaba en el servicio exterior, dice "yo no conozco al Huidobro de ahora. Sé que anduvo por Madrid hace unos años, cacareando entre los jóvenes y proclamando sus invenciones o 'creacionismos' (¿así lo llama?). El bueno de Rosamel del Valle, que le reprochó mi ausencia en aquellas páginas de una antología publicada en Santiago, recibió nada menos que esta gruesa y sin pudor respuesta: 'Esa pobre Mistral lechosa y dulzona, tiene en los senos un poco de leche con malicia'. Tal cual, parece chisme. ¡Claro, en esa antología llamada de poesía nueva, y preparada por sus 'discípulos' criollos, qué páginas iba a tener una vieja como yo! Gracia pura -por no decir bárbara -del snob caballero vanguardista".
El otro Nobel tampoco se salva de Mistral: años antes, en el cuaderno de entre 1925 y 1935, señala que "Pablo Neruda es nuestro mejor poeta nuevo (aunque ahora escribe futurismos que no se venden ni se leen). De Neruda tengo sólo un libro de segundo orden, pero es lo mejor de lo nuestro en la poesía actual".
En el papel también encuentra consuelo José Donoso ("Casa de campo"), como escribió en su diario en noviembre de 1974, "no tengo amigos con quienes hablar de mis cosas, no tengo amigos de ninguna clase: ¿Jorge Edwards? No hay intimidad, existe, además, una leve puntita de envidia. (...) ¿Mauricio Wacquez? Demasiado borracho, demasiado homosexual, y se alimenta de los fracasos de los otros -especialmente los míos -como un buitre".
El autor de "El obsceno pájaro de la noche" dice antes, en 1962, en la "Correspondencia" con Carlos Fuentes ("Los años con Laura Díaz") que sus talleristas "todo lo que hacen es adolescentemente lírico, aunque sea el relato de un rodeo a caballo o de una población callampa. (...) Se está escribiendo tan mal y tan poco en Chile, y llegados los treinta y cinco años se deja de escribir del todo. No es eso que se llama la lucha por la vida a la John Dos Passos; no es angustia; no es descontento. Es solo, por un lado, una especie de gran lasitud descorazonada que envuelve a este país, un andar con las pelotas irremisiblemente perdidas, vendidas (no por un Cadillac, por un lado, ni por una escudilla de arroz, por otro, sino que porque Periquito de los Palotes lo salude a las doce, al pasar, en la calle Ahumada, y así dejar de tener un poco de terror por esa frenética y loca oligarquía que dispensa puestos, y porque todos los que se le parecen o se integran a ella), podridas (por no usarlas); el salto de la nada al algo es tan fácil en Chile; y el algo, una vez obtenido, parece tanto aunque no se puede pasar de allí. Es un 'algo' como calentito, con olor a sábanas de dos semanas mezclado con café y pis y colillas de cigarrillos, sumamente reconfortante".
Así nacen, tanto en el amor como los libros, personajes, versiones idealizadas en sus claroscuros.
Otro que agrega comentarios sobre aprendices es el cineasta y escritor Raúl Ruiz, quien en el 27 de febrero de 2002 anotó en sus diarios "los jóvenes llegan sin tener tampoco muchas ideas". Dos años más tarde, en agosto, "compré un par de libros en el Aeropuerto de Santiago. Uno del pesado Bloom y otro del pesado Bolaño (QEPD)". Al tercer día agrega que "terminé de leer esta mañana 'Estrella distante' y comencé 'Monsieur Pain', también de Bolaño. No sé qué pensar: tiene buena pluma y mucho mundo imaginario, pero hay un fondo rencoroso que le da la marca provinciana (lo mismo es aplicable a Muñoz Molina y a casi todos los escritores chilenos, pero no así a los argentinos)".
Más de mil páginas forman los apuntes al margen de Ruiz y en noviembre de 2009, poco antes del cierre, informa que está "leyendo a Bolaño. Un estilo hecho a veces de 'frases hechas', llenas de aliteraciones, descosido, pero envolvente. Recuerda lo que Gide decía de Stendhal: 'Escribe a tropezones'".
Porque al cineasta y autor de la novela "Todas las nubes son relojes" le gustan los comentarios, hecho que manifestó en julio de 1999, al avanzar en "la biografía de Truman Capote hasta la parte en donde publica la primera novela. Verdadero concentrado de chismes. Se deduce que no hay otra razón para escribir que un cierto placer y un placer de acceder a una técnica de comunicación de sentimientos".
El cahuín también puede destruir. Así afirma el teórico literario Roland Barthes en "Fragmentos de un discurso amoroso", donde señala una "figura amistosa que parece, sin embargo, tener por función constante herir al sujeto amoroso entregándole, como si tal cosa, informaciones sobre el ser amado de carácter anodino, pero cuyo efecto es el de perturbar la imagen que el sujeto tiene de ese ser".