"Hoy es la fiesta de la democracia". "Es un triunfo de la democracia". Son dos de las muchas frases del mismo tenor que se repiten durante y al finalizar un acto electoral, pero que carecen de sentido profundo. Así nos tratan de convencer que este acto es la esencia de la democracia.
Reducir la democracia a un ritual electoral es una peligrosa simplificación. Los ciudadanos votan, pero sus vidas no cambian. Depositan su confianza en candidatos que prometen transformaciones profundas, pero una vez en el poder, estos responden más a los intereses económicos, a los acuerdos de pasillo y a la inercia de las instituciones que a las demandas de quienes los eligieron. Se mantiene el ritual, pero la democracia desaparece.
La democracia tiene que volver a ser una forma de gobierno y de vida que congregue a la ciudadanía en un proyecto común y se traduzca en respuestas concretas a las necesidades, los sueños y las esperanzas de la gente. Sin esa mirada de futuro y la conexión con la realidad, las elecciones se convierten en una formalidad vacía, en una liturgia sin sustancia que solo sirve para legitimar a las élites en el poder.
Cuando la democracia se limita al acto electoral, surgen las grandes frustraciones. La historia de Chile en los años recientes así lo demuestra con el estallido social de 2019 y la creciente desafección y evaluación negativa de la política y de sus instituciones democráticas. Tanto es el alejamiento de la ciudadanía que la clase política debió reinstalar el voto obligatorio sin hacerse siquiera una autocrítica del por qué la ciudadanía no acudía a las urnas.
Con abstenciones de más de 50% en algunos actos electorales, la ciudadanía ya no se dejaba engañar con eso de que las elecciones eran "el triunfo de la democracia".
No basta con reinstalar el voto obligatorio. La verdadera democracia requiere que los líderes sean capaces de convocar en torno a una mirada compartida de futuro y que los gobiernos sean sensibles y respondan de manera efectiva a los problemas cotidianos de la ciudadanía. Como decía John Dewey en su libro "Democracy and Education", "la democracia es más que una forma de gobierno; es un modo de vida asociado con la comunicación y la participación". Esto implica abrir espacios para la participación continua, más allá de los momentos electorales, asegurando que las voces de la gente sean escuchadas y tomadas en cuenta en la toma de decisiones para garantizar principalmente seguridad, salud, educación, vivienda y trabajo digno.
Si las elecciones no se traducen en acciones que mejoren la vida de las personas, entonces son apenas un espectáculo político que encubre la falta de democracia. La ciudadanía no solo debe votar, sino también organizarse y participar para que la democracia no se quede en el rito, sino que se transforme en una práctica constante de justicia, igualdad y bienestar. Porque si la democracia no responde a las esperanzas de la gente, simplemente no es democracia.
Los hombres falsos
Nos insinuaron el tema en el elevado propósito de despertar conciencia en la gente joven, idealista, especialmente, como una forma efectiva de ayudarla en su recto camino hacia una madurez que afiance los cimientos de una verdadera calidad humana. Y en esta sana intención lo abordamos.
Es difícil que alguien no conozca o haya conocido a esos seres de la especie que con absoluta precisión calzan en la categoría de los hombres falsos. Porque los hay en todas partes. Aún en prestigiosas instituciones que-por tenerlos-disminuyen en prestancia espiritual y moral. Pero allí están. A veces con la engañosa apariencia de personas buenas o virtuosas. Otras, empañando el cristal de la bonhomía, en actitudes genuflexas y seudoserviciales. Pero, con todo, tarde o temprano, revelando su auténtica y subalterna condición.
Los hombres falsos buscan partido de todos los medios para cometer sus felonías. Hasta la confianza que suele dar la amistad, que afirman cultivar y aprovechan sólo para sus propios designios. Quizás de allí nació esa sentencia que dice: "¡Líbreme Dios de mis amigos, que de mis enemigos me cuido yo!" ¿Qué concepto pueden tener, en efecto, de la amistad aquellos que hacen tabla rasa de su grandeza en una práctica desdorosa?
Una manera de conocerlos es mirándolos a los ojos. Porque ellos carecen del carácter, la valentía y la hombría para hacerlo. Siempre rehúyen mirar de frente, igual que cuando actúan. Prefieren la espalda. Así el golpe artero está a priori asegurado y resulta difícil toda defensa, especialmente cuando el que lo recibe se abandona a la confianza que inmerecidamente les hubiera entregado. ¿Cuántos amigos leales sufrieron esa inmensa pena?
Si nos formulamos una pregunta al respecto a qué dosis de responsabilidad tienen los hombres falsos en los graves males de hoy aquejan a la humanidad, tendríamos que contestarnos que ella ha sido y es inmensa.
Pero, por desgracia, ¿cómo exigirles siquiera una mínima responsabilidad cuando su principal destino es emular a todo Judas frente a sus semejantes? Quienes desconocen la integridad y la justicia, abjuran de la verdad y la moral, jamás podrán significar nada valioso dentro de la sociedad. Nunca dan de sí en favor de los demás. Y para ellos constituyen debilidades-que hábilmente logran usufructuar -todas las virtudes que otorgan contenido y dignidad a la vida.
En nuestra tierra, afortunadamente, los ideales de la fraternidad más pura, de los derechos del hombre, de la tolerancia y la caridad, en una elevada concepción de patriotismo, han podido siempre más que la acción deleznable de estos hombres falsos. Y quienes los sustentaron nos dieron vida independiente y una nacionalidad que con justicia nos enorgullece. O'Higgins, Prat, Portales y otros prohombres que engalanan nuestra historia lo confirman.