El Código Monsalve
Uno de los aspectos relevantes del caso Monsalve no lo constituye solo la dimensión penal (si hubo o no delito y cuál sería este) sino la forma en que se lo enjuicia a él y al gobierno del que formó parte.
Porque ocurre que al enjuiciar al gobierno y su conducta -errática, es cierto- se está también configurando un conjunto de estándares para el futuro.
En efecto, cada vez que se emite un juicio respecto de la conducta de Monsalve o respecto del presidente o la ministra (y respecto de estos últimos se han emitido, con razón, varios, el último de los cuales de E. Matthei) se está esculpiendo, por decirlo así, la regla o el baremo con que se juzgará la conducta pública, propia o ajena, en el futuro. En otras palabras, si los juicios que se emiten respecto de Monsalve y respecto del gobierno son serios (y es de esperar que lo sean) entonces se emiten no solo para este caso sino para todos los casos análogos o similares que ocurran en el futuro. Si bien en el caso Monsalve se han emitido juicios morales y juicios políticos, y si bien los primeros aspiran a la universalidad y los segundos no, ambos deben ser imparciales lo que significa que cuando se verifiquen las mismas circunstancias el juicio ha de ser también el mismo.
¿Y cuáles serían esos estándares -podría llamársele el Código Monsalve- que por estos días el juicio público ha ido esculpiendo?
Es útil revisarlos para que se advierta si hay o no disposición a cumplirlos.
Ante todo, las autoridades no deberían mantener relaciones de familiaridad, y menos de índole sentimental o sexual, con quienes de ellos dependen. Como entre ambos existe una inevitable asimetría de poder, nunca es posible saber con certeza suficiente si él o la subordinada que asiente asistir a una cita, a una reunión o a un almuerzo, asiente de veras o lo hace por obediencia o temor. Ese tipo de relaciones estarían infectadas de ambigüedad y en ella una respuesta afirmativa puede esconder simple sumisión al cargo. La conducta de rol exigiría entonces restringir el propio comportamiento a lo que demanda las expectativas que configuran al rol.
Se suma a lo anterior que una vez que una autoridad sea objeto de una denuncia formal, ha de apartársela de inmediato del cargo que ejerce. Cualquier demora o vacilación sería equivalente a una connivencia, a una suerte de complicidad o de pacto de silencio como ha sugerido E. Matthei. Existiría entonces una suerte de responsabilidad estricta: verificada una denuncia habría de seguirse la renuncia inmediata, puesto que de otra forma la autoridad superior sería responsable de lenidad, de maltrato a los deberes del cargo ¿Y la presunción de inocencia? No, ella no tiene nada que ver con este tipo de situaciones, puesto que al apartar a una persona de su cargo no se le condena, ni tampoco se le considera culpable: simplemente se le aleja para que su situación no se confunda con el rol que sirve. La función pública, incluso poderosa, sería extremadamente frágil: una denuncia incluso falsa tendría ese poder destructor ¿Injusto? Si, en parte; pero, se dirá, es esta una servidumbre a que obliga la grandeza de la función pública.
El abandono de las reglas uno y dos por parte de la autoridad (las que anteceden) sea cual fuere su rango, importaría, como consecuencia, la inmediata renuncia al cargo que se ejerce o una condena a un ostracismo siquiera transitorio por haber transgredido los deberes básicos del ejecutivo.
Para saber si los precedentes criterios son o no correctos, el mejor camino es que quien formula el juicio se imagine, siquiera por un momento, ser él o ella quien esté en la misma situación que ahora se reprocha y se pregunte (esta es la pregunta que según Raymond Aron hay que hacer una y otra vez cuando se comenta las vicisitudes de la política) ¿estaría dispuesto a que, sin apelación, se le exigiera la misma conducta cuya ausencia ahora se reprocha?