Jesús predicaba, y demostraba en cada uno de sus actos la verdadera fraternidad. Aquella que no es patrimonio de una u otra colectividad, de ningún partido político, de tal o cual escuela del ser humano que pretenden cultivarla y mantenerla para sí solos y utilizarla a veces -como sucede-para escarnecerla en actos que la desconocen y la niegan. ¡Cuántos crímenes y vilezas se han cometido en nombre de la fraternidad! Esta pertenece a todo el género humano, no importa su raza, color, nacionalidad, idioma, creencias, ideologías. Ve en cada hombre un hermano de otro hombre. Un hijo del mismo padre común. De igual paternidad. Un todo armónico entre uno y otro en cadena infinita. El día en que ella verdaderamente viva y florezca esplendorosa en el corazón de la humanidad, constituyendo ese armónico todo, no habrá hombre que deje de ser tratado como hermano y, a su vez, actúe como tal frente a un semejante. Por imperativo de su naturaleza. No por obligación, presión o conveniencia alguna. Como espontánea consecuencia del amor por la especie que debe nacer y morir con él. ¡Con ese amor fraternal! que llevó a Jesús al sublime sacrificio en la cruz!
¿Sin embargo, en el mundo de nuestros días en qué medida se practica la fraternidad? Pareciera que el ejemplo de Judas Iscariote hubiera prendido más en el corazón humano que el excelso y magnífico del Nazareno. No importa, para ellos, ninguna bajeza ni traición para lograr sus designios. La ingratitud es su norma permanente. Jesús, el Maestro, tantas veces crucificado en todos los tiempos, los habría vuelto a perdonar, porque en realidad no saben lo que hacen. Ni vislumbran que, al hacer olvido absoluto de la hermandad hacia el prójimo lo único que afianzan en su propia destrucción. Olvidan el triste fin del mismo Judas, del hombre que habiendo comido del pan y el vino de la fraternidad, abjuró vilmente de ella para obtener un bienestar que jamás pudo lograr. ¿Cómo escapar al remordimiento que despedaza la conciencia y castiga al criminal?
La última cena de Jesús con sus discípulos, que se recuerda este jueves, selló la alianza espiritual que había de unir a todos los hombres. Sabía, sin embargo, el Maestro, que uno de los eslabones de la hermosa cadena de universal fraternidad que simbolizaban en ese supremo instante fallaría y traería consigo el dolor, el martirio y la muerte. El nítido y doloroso presentimiento que atormentaba su alma lo reveló en sus palabras: "En verdad, de verdad os digo que uno de vosotros me hará traición". Y Judas osó aún preguntar, acusándose: "¿Soy yo acaso Maestro'", "¿Quién es, Señor?", preguntó también Juan sin ser oído por los demás. Y Jesús contestó: "Aquel a quien ofrezca el pan después de partirlo". Y partido el pan, se lo ofreció a Judas Iscariote. Esto todos lo sabemos. Sin embargo, hoy como nunca creemos oportuno reiterar. Es posible que haciéndolo, en la reprobación que merezca la baja actitud del que traiciona al mismo que fraternalmente comparte el pan, disminuyan los Judas que envilecen y denigran la condición del hombre sobre la faz de la Tierra.
Es Semana Santa. Ojalá quienes, de buena fe, acuden a los templos a templar su espíritu en el ejemplo jamás igualado de Jesús, salgan de ellos dispuestos a acentuar su celo en bien de sus semejantes. Que, si hasta ayer no fueron lo suficientemente fraternales con el prójimo, hoy y mañana lo sean de verdad. De esta manera honrarán la memoria de Jesús y contribuirán, como él lo deseó ardientemente, a unir más al hombre y a que la sublime sentencia del "amaos los unos a los otros" no sea una mera frase, sin significación ni alcance alguno.
Quiera el Todopoderoso, para bien de todos, que así sea.