Desinformación y democracia
El gobierno ha creado lo que denominó Comisión asesora contra la desinformación. La iniciativa ha despertado suspicacias de variada índole y algunas acciones legales (como la interpuesta ante el Tribunal Constitucional alegando reserva de ley en la materia). Se ha temido que la libertad de expresión pueda ser amagada o que este sea el primer paso para hacer enmudecer ciertas voces o controlar la información.
¿Es para tanto?
Una lectura desapasionada del decreto supremo que creó la Comisión no provee motivos para temer esos efectos. Después de todo, la Comisión deberá analizar el fenómeno de la desinformación, identificar las buenas prácticas para evitarla y el impacto que, de no ponerle atajo, podría producir a la democracia (eso y poco más dispone el artículo segundo del decreto). No será tarea de la Comisión ejecutar acción alguna, ni proponer proyectos de ley, ni nada que se le parezca.
Y el tema del que se ocupará no parece, sin más, desdeñable. Pero que no sea desdeñable no significa que la iniciativa no esté erizada de peligros conceptuales o intelectuales que son muy dañinos.
Hay dos bastante obvios que si la Comisión, a pesar de los embates, perdura, habrá que tener en cuenta.
La democracia, al menos en una de sus versiones (la conocida como democracia deliberativa) supone idealmente que la esfera pública es un ámbito donde se raciocina acerca de los asuntos comunes, acerca de lo que es mejor para todos. Conforme a una imagen que se ha presentado en múltiples estudios, el origen de esa esfera son los cafés y la prensa masiva, que brindaron, hacia el siglo XVII, la oportunidad de que ese diálogo deliberativo comenzara a producirse. Es obvio, sin embargo, que la esfera pública actual está lejos de ese modelo ideal. Hoy las redes han fragmentado las audiencias, las han estratificado hasta la minucia, y cada estrato funciona con sesgos de confirmación que los algoritmos estimulan. Esto no significa, desde luego, que ese tipo de esfera pública fragmentada sea necesariamente mala para la democracia (por el contrario, podría ayudar a que todos los intereses plurales y distintos de la sociedad contemporánea se expresen); pero plantea una pregunta acerca de la que urge meditar ¿cómo se forma la voluntad común que es propia de la vida democrática cuando las audiencias están fragmentadas y cada una, merced a las redes, vuelta de espaldas a la otra?
El fenómeno anterior no es propiamente desinformación, sino multiplicación de puntos de vista y de intereses. El peligro en esta materia (un peligro en el que la Comisión es cierto puede incurrir) es confundir la pluralidad de voces y de intereses y las divergencias que poseen a la hora de representarse la realidad, como si en vez de tratarse de la inevitable diversidad, fuera nada más que una sarta de mentiras a la que es necesario corregir. Basta pensar en el fenómeno de la política de la identidad con su idea de que cada grupo posee una forma de ver el mundo, para advertir hasta qué punto la inevitable diversidad de puntos de vista no puede ser tratada bajo el simplismo del binomio verdad o mentira. No hay en la sociedad moderna, en temas como los morales o los sociales, nadie, ni ministerio ni comisión, ni ministra, ni académico, que tenga ventajas epistémicas es decir mayor capacidad intrínseca que cualquier otra para detectar la verdad o repudiar la mentira.
En suma, el tema es del mayor interés; aunque no es claro (y por lo que se ha visto despierta muchas sospechas) por qué el gobierno debiera encargarse de él cuando carece de las competencias y los medios para hacerlo. Es probable que eso sea el fruto de una mala comprensión del asunto. Y es que para examinar este tipo de temas están, desde luego, la propia esfera pública y las instituciones autónomas de la cultura como, por lo demás, se advierte fácilmente al revisar la literatura existente relativa a la actual arquitectura del espacio público.
Habría motivos para erizarse, claro, y ponerse en pie de guerra si esta Comisión estuviera animada por el designio oculto de dar el primer paso para inhibir el debate y ahogar lo que, a partir de un famoso fallo, se llama el mercado de las ideas. Pero -la verdad sea dicha- decir eso o insinuarlo sí que parece desinformación.