Los resultados de las elecciones del último domingo constituyen todo un acontecimiento, es decir, un hecho que irrumpe y modifica lo que hasta entonces se tenía por establecido.
Veamos.
En la última década cundió en la esfera pública la convicción que la trayectoria de la sociedad chilena -la que se había desenvuelto durante treinta años- no era más que la estela del modelo impuesto por la dictadura. Ese diagnóstico de extremo simplismo, pero eficaz a la hora de estimular voluntades, imperó durante largo tiempo, socavando poco a poco, el consenso que la sociedad chilena traía en torno a la modernización. El momento cúlmine de ese proceso de -por decirlo así- ruptura del consenso se produjo en octubre del año 2019. Los desórdenes de entonces, la violencia callejera, sostenida por largo tiempo, en vez de ser condenada, se le diagnosticó como el fruto de la crisis que la modernización chilena había experimentado de modo supuestamente irreversible. El entonces diputado Gabriel Boric declaró que ella era un caso de desobediencia civil (la desobediencia civil es la resistencia a las instituciones esgrimiendo la justicia que ellas mismas proclaman) y ese diagnóstico contribuyó a acrecentarla. En vez de poner atajo a la violencia se la instituyó entonces como la prueba del quiebre de la sociedad chilena que el modelo que vendría de la dictadura había producido.
De ahí en adelante todo, o casi todo, fue interpretado como una lucha sorda o sonora, sobria o payasesca, no importa, contra la injusticia y la desigualdad. Por momentos pareció recobrar vigencia el viejo lema Fiat iustitia, et pereat mundus, hágase justicia, aunque el mundo perezca.
¿Qué fue lo que se olvidó en medio de ese proceso?
Se olvidó lo obvio. Y es que no es cierto que el orden sea fruto de la justicia, es decir, que baste perseguir la justicia para que el orden se produzca. La verdad es otra: el orden, la seguridad en las relaciones sociales, es la condición de posibilidad de cualquier orden justo. Sin seguridad los otros valores o bienes de la vida social no fructifican ni se producen. Jorge Millas, quizá el filósofo chileno con mayor conciencia pública, enseñaba por eso que a la base de la vida social existía lo que él llamaba una "aberración axiológica "puesto que para alcanzar la seguridad, para saber a qué atenerse, las personas estaban dispuestas a pagar el precio de privarse de los otros valores como la justicia. Esta disposición a sacrificarlo todo o casi todo por el orden, se sabe también, es mucho más agudo y más intenso entre los más débiles, entre quienes más dependen del estado y del monopolio de la fuerza que le pertenece.
Ese olvido es responsabilidad de la izquierda que se vio a sí misma como redentora.
Pero si todo eso se olvidó, hubo un partido que en cambio hizo suyo el tema de la seguridad. Y lo hizo con tal eficiencia que anegó el discurso impidiendo que otros se apropiaran de él o siquiera participaran de él. En una palabra, Republicanos se adueñaron de ese aspecto clave de la sociabilidad, recordando una y otra vez, que sin estado el hombre es un lobo para el hombre. Y el resultado está a la vista. Una derecha popular e iliberal asoma ahora en el horizonte. El sueño de Jaime Guzmán era justamente ese, ganarse los sectores populares, lograr que ellos confiaran en este tipo de proyectos. Y resulta que ahora está cerca de lograrse como consecuencia de haber, la izquierda, socavado poco a poco el consenso de la sociedad chilena, o no haber comprendido sus alcances, viendo en él, con una simpleza que ahora a la distancia es increíble, una simple continuación del proyecto neoliberal como tantas veces se dijo.
Vargas Llosa alguna vez le puso a esta derecha el mote de cavernaria. Quizá baste decir que se trata de una derecha iliberal, una derecha que está dispuesta -afortunadamente esta vez solo con las armas de la democracia- a reflotar la imaginería del orden, de la familia, de la autoridad, que la cultura chilena creía haber dejado atrás. El debate sobre la justicia estará ahora acompañado del debate sobre los valores que son dignos de ser admitidos en la vida social.
La diferencia está en que ahora esos debates acompañarán el discurso del orden que se ha transformado (luego de que tantos se burlaban de lo que se llamó el partido del orden ¿se acuerdan?) en el nuevo clivaje de la política chilena. Haberlo advertido a tiempo fue -mal que pese- el logro de republicanos y haberlo olvidado en favor del discurso moralizante y genérico, la razón, quizá la principal, de esta nueva derrota del gobierno.