Los últimos niños en los bosques
"El día 25 de diciembre en la tarde salí a caminar. Me sorprendió no ver ni un solo niño o niña en las calles. No había bicicletas, pelotas de futbol o patines".
Podríamos afirmar con un alto grado de certeza y sin necesidad de recurrir a ninguna investigación empírica, que nunca en la historia de la evolución humana los niños han estado tan alejados de la naturaleza. Recuerdo, al respecto, como un día 25 de diciembre en la tarde salí a caminar por las calles de mi barrio. Me sorprendió no ver ni un solo niño o niña en las calles. No había bicicletas, pelotas de futbol o patines. La irrupción de las pantallas como soportes, no solo de información, sino además, de entretención ha implicado que cada vez se genere una mayor tecnodependencia en las generaciones jóvenes a la hora de poder confrontar el hastío o el aburrimiento.
Lamentablemente, este temprano vínculo entre infantes y pantallas no es mediado por ningún tipo de política de salud clara en favor de proteger a los niños de los contenidos que puedan ver, ni de los tempranos efectos en la neuroafectividad que implica el contacto temprano con las pantallas. La realidad virtual, en este caso, pareciera haber terminado por distanciar a los niños de la naturaleza, ofreciendo una experiencia mediada con ella en vez de directa. Al menos, esta es la convicción del periodista norteamericano Richard Louv, quien publicó el año 2005 un libro llamado "Los últimos niños en el bosque. Salvemos a nuestros hijos del trastorno por déficit de naturaleza".
Louv comienza el libro afirmando que acampar en el jardín, ir en bicicleta por el bosque, subir a los árboles, recoger flores de una plaza, campo o parque, o coleccionar hojas de árboles en otoño, eran cosas de las que, en buena medida, estaban hechos sus recuerdos de infancia. Sin embargo, las nuevas generaciones no tienen experiencias de vínculo cercano con la naturaleza y además le temen, por estar inmersos en una suerte de "ecofobia". La humanidad, cada vez más temerosa de los desastres naturales, podría contraponer, sin embargo, una "ecopsicología" como un nuevo humanismo, donde la relación con la naturaleza sea parte del sistema educativo temprano, así como un hábitat propicio para de meditación, la creatividad y espiritualidad. Desde la psicología, hemos visto evidencias de cómo los niños con algún tipo de trastorno como déficit atencional o TEA, se ven beneficiados por las "ecoterapias" o "baños de bosque".
Dichas investigaciones nos sugieren que la exposición directa a la naturaleza es esencial para un desarrollo infantil sano, pero no solo para la población infantil. Toda persona pareciera beneficiarse del contacto con naturaleza pues ésta actúa como un poderoso neurorregulador, sobre todo en los diagnósticos vinculados a algún grado de neurodivergencia, ansiedad o depresión.
Consecuentemente, Louv, aboga por contar, desde la más temprana formación, con una educación ambiental transversal e integradora, que utilice los recursos disponibles en las ciudades o entornos, tales como parques, huertos y bosques, como vías para potenciar la vitalidad y sociabilidad a los niños en entornos verdes o naturales. En las últimas páginas del libro, Louv nos llama a los adultos de hacernos responsables de reestablecer el vínculo perdido con la naturaleza, en un mundo que necesita para su subsistencia, que urgentemente que podamos volver a caminar con nuestros niñas y niños con los pies descalzos sobre la hierba, porque allí se alberga la posibilidad de retornar a una morada ancestral perdida en los pixeles de una pantalla.