Armando Carrera
El 17 de septiembre de 1949, la música chilena se llenó de tristeza. A mediodía, Armando Carrera entraba al silencio. Lo anunciaron las radios y se sintió que se había trizado una alegría. ¡Nunca más se escucharía a Carrera en la romántica evocación de las viejas melodías!
Carrera pertenecía a Chile. No era ni antofagastino, aunque lo parecía. Nacido en Talcahuano, se nortinizó, de muchacho. En nuestra ciudad, maduró su genio musical y, aquí, en la casa de cena de su padre, fue henchiéndose en gratos sonidos, de notas que traducían una sensibilidad de selección. No demoró en ser el pianista que conmovía a quien lo escuchaba, triunfando sobre el teclado.
Un amor desgarrado inspiró su vals. Todo Antofagasta lo cantó y lo bailó. Carrera, al partir a Valparaíso, en 1917, decidió llamarlo, sencillamente "Antofagasta", prueba de su gratitud de hombre y de artista para la ciudad que lo formaba. La letra le fue puesta por un poeta anónimo de la pampa, quien se la envió a Carrera, sin imaginar que de esta alianza surgiría lo que es, sin disputa, el verdadero Himno de Antofagasta:
"Oh, dulce amor mío / dancemos este vals…"
Este vals se bailó en el mundo entero. Tal vez por la gran dulzura que los enternece. Ella le permite penetrar, raudo y elegante, al corazón de los que lo tararean, "olvidados de las penurias que solemos pasar".
En el "American Bar", de Bandera, en Santiago, nos juntamos varios antofagastinos, esa noche, y tras las primeras honras al 18, el bandeonista Ángel Capriolo, pidiendo silencio, habló a la concurrencia del músico que nos dejaba. Por un instante, Armando se unió a nosotros. Dulcemente, la orquesta tocó el vals "Antofagasta". La pista de baile permaneció solitaria y en penumbra. Concluida la pieza, vino un silencio largo. La noche saludaba, pura y sutil, a uno de sus más finos adoradores. Alzando la copa, alguien dijo, bajito, en nuestra mesa:
Por Armando
Le contestó un coro:
Por Antofagasta
En la noche de la bohemia santiaguina, la "A" de Antofagasta se fundía con la de Armando Carrera.
Andrés Sabella, El Mercurio de Antofagasta