Las hermanas pobres que Coco Chanel ocultó
Su madre murió de tuberculosis y su padre abandonó a sus cinco hijos. Y Gabrielle "Cocó" Chanel pasó su infancia bordando y ojeando revistas de moda a escondidas junto a sus hermanas en un convento.
Años más tarde, mi recuerdo regresaría a aquel frío día de marzo de 1897, al convento de Aubazine, al orfanato.
Nosotras, las huerfanitas, permanecíamos sentadas en círculo, practicando las puntadas. El silencio de la sala no se veía interrumpido más que por los comentarios despreocupados que yo, de vez en cuando, dirigía a las niñas que tenía más cerca. Al notar que la mirada de la hermana Javiera se posaba sobre mí, me callé y clavé la vista en la labor, como si estuviera profundamente concentrada en ella. Temía que me regañara, como solía hacer: "Controle esa lengua, mademoiselle Chanel". Pero lo que hizo fue acercarse al lugar donde me encontraba, cerca de la estufa, avanzando como si flotara, como hacían todas las monjas. El olor a incienso y a viejo emanaba de los pliegues de su hábito negro de lana. Su cofia almidonada planeaba hacia el cielo, rígida, como si de un momento a otro la hermana fuera a emprender el vuelo. Yo rezaba por que así fuera, por que un rayo de luz se colara a través del tejado puntiagudo y la elevara hasta las nubes, inmersa en un haz radiante de salvación sagrada.
Pero esos milagros sólo ocurrían en aquellas pinturas de ángeles y santos. Ella se detuvo detrás de mí, oscura, acechante como una nube de tormenta sobre las laderas boscosas del Macizo Central que se divisaba desde los ventanales. Carraspeó y, como si fuera el emperador del Sacro Imperio Romano en persona, dictó su lúgubre sentencia:
-Tú, Antoinette Chanel, hablas demasiado. Coses con descuido. Te pasas el día soñando despierta. Si no prestas más atención, me temo que acabarás igual que tu madre.
A mí se me formó un nudo en el estómago. Tuve que morderme la mejilla por dentro para no replicarle. Miré a mi hermana Gabrielle, que estaba sentada en el otro extremo de la sala con las niñas mayores, y puse los ojos en blanco.
-No hagas caso de las monjas, Ninette -me dijo ésta en cuanto nos dejaron salir al recreo.
Estábamos sentadas en un banco, rodeadas de árboles desnudos que parecían tan helados como nosotras. ¿Por qué perdían las hojas cuando más las necesitaban? A nuestro lado, la mayor de las tres, Julia-Berthe, se sacaba unas migas de pan de un bolsillo y se las echaba a una bandada de cuervos que graznaban y se peleaban por conseguir el mejor puesto.
Yo tenía las manos metidas en las mangas, en un intento por calentármelas.
-Yo no voy a ser como nuestra madre. No voy a ser nada de lo que las monjas dicen que voy a ser. Ni siquiera voy a ser lo que dicen que no puedo ser.
Las tres nos reímos con aquella ocurrencia mía. Una risa amarga. En tanto que custodias temporales de nuestra alma, las monjas pensaban constantemente en el día en que estaríamos listas para salir del convento para vivir en el mundo. ¿Qué sería de nosotras? ¿Cuál sería nuestro lugar?
Llevábamos dos años en el convento y ya estábamos acostumbradas a aquellas sentencias de las monjas, que llegaban en plena práctica del coro o mientras estudiábamos caligrafía o recitábamos la lista de los reyes de Francia.
"Tú, Ondine, escribes tan mal que jamás serás la esposa de un comerciante. Tú, Pierrette, con esas manos tan torpes, jamás encontrarás trabajo de granjera. Tú, Hélène, tan remilgada con la comida, no serás nunca la esposa de un carnicero. Tú, Gabrielle, debes tener fe en que podrás ganarte la vida como costurera. Tú, Julia-Berthe, reza por tener vocación y recibir la llamada. Las jóvenes con una figura como la tuya deberían quedarse en un convento."
A mí me decían que, con suerte, lograría convencer a algún labrador para que se casara conmigo. Me saqué las manos de las mangas y soplé en ellas.
La biógrafa investigó la niñez de la diseñadora.
Por Judithe Little
ESPASA