Cuando cae la noche. Vallenar
Era el tiempo en que los padres salían a dar una vuelta a la manzana cuando caía la noche y los niños esperábamos que girara el mundo, sentados en la puerta de calle. Tranquila y callada, escuchaba a lo lejos los juegos de otros niños, extendiéndose como volantines al viento, imposibles de alcanzar para contarles algunas cosas.
Vallenar era un silencio con estrellas, primer aprendizaje de que se empieza escribiendo hacia adentro, dialogando con voces interiores. Vallenar entendió mis primeras historias y compartió las primeras puntadas de vida.
Mis padres caminaban aureolados de estrellas o de luna hasta que llegaba el tiempo de recoger el día y de guardar las palabras.
Yo los sigo mirando cuando caen los días de verano y la noche anuncia la calma. Caminaban pausadamente, tomados del brazo, hablando y hablando. Allí empezó la historia de mis propias palabras, sentada y viendo cómo el mundo giraba sólo para ellos dos y sus historias. En el silencio de la noche sólo importaban las palabras. Allí empezó también la fantasía que se requiere para enfrentar el mundo. Es el recuerdo más antiguo que tengo de la soledad y el temor que sentía cuando desaparecían en la esquina y comenzaba la espera de verlos reaparecer una y otra vez, estructurando el mundo con sus pasos. Era el tiempo de la gabardina verde petróleo de mi madre, anudada a la cintura como un reloj de arena.
Sólo era una pena sin nombre y una lección ambulante de que la vida es de a dos, comunicándose, sólo que entonces era demasiado pequeña para saber que empezaba a adentrarme en las preguntas más punzantes.
A veces, cuando es verano y cae la noche, me detengo en mi puerta, una puerta es todas las puertas diría Borges, para verlos pasar nuevamente, tomados del brazo, con ojos centrados sólo en ellos, para recordar las historias que inventé en esas noches en que quise que alguna estrella se acercara a contarme sus secretos.