José Papic Radnic
Con la muerte de José Papic muere casi toda la fe en Antofagasta, muere la esperanza de ser un puerto en plenitud. Decimos así, porque Pepe Papic fue, sin fatigas ni desalientos, el verdadero impulsor de cuanto o bien pudo acrecentarnos.
En su estampa, la estampa de hombre y de alto caballero, parecía levantarse el porvenir. Esta palabra profunda y misteriosa, porvenir, no fue para él una cualquiera: fue el porvenir feliz de Antofagasta.
En instantes de amarga memoria, cuando la luz eléctrica lloraba en su pobreza cuando el agua nos mordía en su ausencia, cuando el Centro para el Progreso y la tía en fuego, cuando el Comando Pro Frontera Libre Alimenticia era clamada por todos los hogares Antofagastinos, cuando el Ferrocarril a Salta se convertía en realidad de rieles, Papic encabezaba protestas y desfiles y, sin cálculos pequeños, colocaba su dinero para los gastos que exigían éstos anhelos.
Luchó por Antofagasta, en conciencia y corazón, alentando prosperidades, seguro que es la única y honrada manera de construirle un futuro sólido.
Desde Antofagasta, Pepe miró hacia el mundo, bregando porque los países hermanos más próximos a nosotros firmasen con Antofagasta una férrea unidad de acciones creadoras. Esta fue su ansiedad más pura.
Por este amor desinteresado, hondo y límpido, Pepe Papic pertenecía, sin insignias ni zaraos, a todas las instituciones, porque era parte de cada obra que importara progresos.
Sin Pepe Papic, ¿cuánto nos habríamos demorado en conseguir la ciudad que disfrutamos hoy? En esta pregunta se haya la medida exacta de sus valores morales, intelectuales y solidarios; se haya todo Pepe, con su cordialidad y generosidad, con su modestia y su ánimo de servicio permanente al cuántos tocaron a su puerta.
Es historia sabida que Don José, como le llaman la, familiarmente la gente, dada, verdaderamente, "el pan de cada día" a los que lo demandaban en su miseria. Y en esta acción de dar, que fue la suya constante, démosle, de corazón ardiendo, nuestro agradecimiento de hermanos suyos en el Ancla, en la ternura por la región.
Andrés Sabella, El Mercurio, 19.02. 1983