El país discute la posibilidad de elaborar una nueva Constitución, debate que seguramente se polarizará con el paso de las semanas, conforme nos acerquemos al plebiscito de abril.
El debate de ideas siempre será positivo y eso debe avalarse y alentarse: mientras más conversaciones informadas tengamos respecto del país que se quiere, sin violencia de por medio, será mucho mejor.
Pero ciertamente las expectativas gatilladas con el asunto son tan altas que pueden generarse enormes frustraciones en caso de no entenderse bien de qué se trata y qué busca una Carta Magna: los principios rectores, amplios, generales de lo que la sociedad aspira para sí.
La respuesta a la búsqueda de felicidad no puede estar y no estará allí. Esta no puede construirse por decreto, ni tampoco mediante un modelo económico determinado, o la misma democracia, que no tienen tales metas.
Lo complejo es que la insatisfacción que manifiesta parte importante de la población parece ser un producto indeseado, pero consecuente del éxito económico conseguido por el país. La modernidad, en definitiva.
Hay, por cierto, un problema con la desigualdad, un asunto cargado de un simbolismo tremendo, a pesar de que todas las comunidades lo sufren, pero del cual nos queremos hacer responsables.
Pero las respuestas al problema de la insatisfacción no pueden estar centradas en el Estado, más bien podrían explicarse por la destrucción de la red social, el individualismo y la competencia exacerbada, más que la colaboración.
Lo anterior nos confirma que el ser humano es muy complejo, impredecible y sorprendente, pero necesitado de cuestiones que sobrepasan lo meramente económico, más en sociedades que se hacen más ricas, como el caso de Chile.
Tal interpretación, de lo que es la sociedad chilena y el chileno mismo, el individuo, es lo que está fallando en medio de la crisis.
Se trata de una inmensa tarea para intelectuales, universidades y, sobre todo, para quienes hacen política pública.